El cerebro es extraordinariamente plástico, pudiéndose adaptar su actividad y cambiar su estructura de forma significativa a lo largo de la vida, aunque es más eficiente en los primeros años de desarrollo (periodos sensibles para el aprendizaje).
La experiencia modifica al cerebro continuamente, fortaleciendo o debilitando las sinapsis que conectan las neuronas, generando así el aprendizaje, que es favorecido por el proceso de regeneración neuronal llamado neurogénesis. Desde la perspectiva educativa, esta plasticidad cerebral resulta trascendental porque posibilita la mejora de las capacidades del individuo.
Las emociones son reacciones inconscientes que la naturaleza ha ideado para garantizar la supervivencia y que, por el propio beneficio de cada individuo, se han de aprender a gestionar (no erradicar).
La neurociencia ha demostrado que las emociones mantienen la curiosidad, sirven para comunicarse y son imprescindibles en los procesos de razonamiento y toma de decisiones, es decir, los procesos emocionales y los cognitivos son inseparables (Damasio, 1994).
Además, las emociones positivas facilitan la memoria y el aprendizaje (Erk, 2003; ver figura 2), mientras que en el estrés crónico, la amígdala (una de las regiones cerebrales clave del sistema límbico o “cerebro emocional”) dificulta el paso de información del hipocampo a la corteza prefrontal, sede de las funciones ejecutivas.
Si entendemos la educación como un proceso de aprendizaje para la vida, la educación emocional resulta imprescindible porque contribuye al bienestar individual y social.
«El error nunca puede ser entendido como un fracaso. El error forma parte del proceso de aprendizaje»
De momento, los estudios señalados se centran en el cerebro humano pero, no es descabellado aventurar que los resultados se pueden aplicar al aprendizaje animal, y eso nos abre una perspectiva amplia sobre todo lo que nos queda aún por descubrir y experimentar…..
Excelente